viernes, 5 de febrero de 2016

Fumarse la realidad

 Mientras salía de esa casa, repleta de dudas e inseguridad, pensaba en que nada volvería a ser igual. 

 Con la mirada rota como el vidrio de una tienda que acababa de ser asaltada por décima vez, las mejillas empapadas en lluvia salada, un pucho en la mano y su cara ácida, imposible de camuflar, caminó entre la gente por esas cuadras que la conducían a la estación donde paraba el colectivo que la llevaría a su casa, pero su intención no era esa. No se le cruzó por la cabeza llegar a su hogar dos horas antes de lo habitual; sabía que iba a encontrarse con el interminable interrogatorio de su madre y era lo que menos quería. Entonces sólo caminó. 

 Sin rumbo fijo. Sin dar importancia a las caras que ponía la gente cuando se cruzaban con ella ni a los comentarios impertinentes que hacían. Lo único que sonaba en su cabeza eran sus palabras, las de él, y alguna canción triste para ambientar el momento. Era la escena de película que había querido protagonizar siempre, "pero en el cine se ve menos doloroso" pensó. Volvió a cruzar la calle sin mirar, con la esperanza de tener un poco de suerte. Nada. Seguía viva.

 Cuando se percató de haber caminado esas 5 o 6 cuadras -que parecían una eternidad-, sin haber pensado a dónde ir, para no llamar (más) la atención de la gente, rápidamente se sentó en un banco de la plaza que tenía frente a ella. Agarró el celular y le envió un mensaje a su amiga contándole lo que había pasado y dónde estaba ahora, probablemente porque pensó que moriría o algunas de esas cosas pesimistas propias de ella. 

 Antes de que pudiera correr la vista de la pantalla, ve lo que predecía con poca seguridad pero con muchas esperanzas: mensaje de él.
 "Perdón por el mal momento. Todo fue una confusión, ojalá puedas creerme. Te amo". 
"¿Podés venir a la plaza?" Preguntó ella; seca, fría, como nunca creyó que podría ser con él.
"No puedo ahora, no estoy bien y vos tampoco." Fue la respuesta que recibió después de 20 minutos de espera en ese banco. 

 Se contuvo de gritar su bronca a toda la gente que la rodeaba y se limitó a dejar escapar unas lágrimas en silencio. Pero estaba decidida a terminar con el dilema que se había abierto hace unos minutos, ese mismo día. Así que se levantó y, con la poca dignidad que sentía que le quedaba -y sin percibir lo valiente de su acto-, volvió a caminar esas 5 o 6 cuadras que parecían una eternidad, esta vez, en dirección contraria. Tenía pensado encender otro cigarrillo cuando esté a pocos metros para que la viera fumando; no sabía si se preocuparía, pero estaba segura de que le llamaría la atención, ya que no era un hábito común en ella. 

 Llegó a su puerta y, sin pensarlo, dió un golpe acompañado del grito no muy convencido de "¡Abrime!". Al instante escuchó su contestación: un relajado "¡Ahí voy!", como si se tratara de una visita que esperaba con anticipación.Tardo unos segundos... Le dio tiempo para ponerse de espaldas y apoyarse en el marco de la entrada, dejando ver el cigarrillo en su mano. "También muy de película" pensó. 

 La puerta se abrió. Escuchó un "pasá". Obedeció. Se sentó en el sillón, exactamente en la misma posición en la que estuvo hace 30 minutos más o menos, y él a su lado, mirándola. Hubo un silencio durante un tiempo que pudo haber sido un segundo o una hora, y que hubiese resultado incómodo en otro momento pero, en ese, le dió la oportunidad de pensar qué iba a decir, aunque no le salió una palabra. Entonces, su voz -la de él- rompió el mutismo. Lo mismo de hace 30 minutos. Lo mismo de hace 20 en el mensaje. Nada. Fue cuando decidió que era su turno, "Si me dijeras la verdad podría perdonarte, pero sé que me seguís mintiendo..." soltó. Sintió escalofríos al ver que él bajó la mirada y encendió el último pucho que le quedaba. Se auto-preguntó por qué tuvo que decir eso cuando ella se conocía a sí misma y sabía que, probablemente, no podría soportar la insoportable realidad. Pero, no obstante, insistió: "Por favor, decime la verdad". Tragó saliva inconscientemente, pero consciente del tsunami que se estaba formando en su estómago (y en sus ojos). Sus miradas se cruzaron y, ¿por fin? escuchó las palabras que comprendía que, lenta y cruelmente, iban a romperle el corazón: "Sí, te fallé otra vez".